martes, 17 de julio de 2012

María Antonieta de Austria, reina de Francia (V) La aburrida vida de la corte francesa.



Aquí, en Versalles, en esta corte preciosa y anticuada, no se vive para vivir, sino únicamente para representar, y cuanto más alta la categoría de un personaje, más son las prescripciones que tiene que cumplir. Por tanto, ¡en nombre del cielo!, que jamás haya un gesto espontáneo, no cabe mostrarse natural a ningún precio; sería una falta contra las costumbres que nada podría reparar. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana, siempre buen porte, buen porte y buen porte; si no, murmura el implacable público de aduladores, el objeto de cuya existencia es vivir en este teatro y para él.

María Antonieta, ni de niña ni cuando reina, ha querido comprender jamás esta espantosa y solemne severidad, este sagrado ceremonial de Versalles; no concibe la terrible importancia que toda la gente atribuye aquí a una inclinación de cabeza o a una precedencia o primacía, y no la comprenderá jamás. Naturalmente obstinada, terca y, por encima de toda traba, sincera, odia toda especie de restricción; como auténtica austríaca, quiere dejarse llevar por los acontecimientos, vivir a su gusto y no sufrir a cada paso esa insoportable afectación, ese darse importancia y suficiencia. Lo mismo que se libraba de sus deberes escolares en su casa natal, también aquí en toda ocasión procura escabullirse de su severa dama de honor. madame de Noailles, a quien llama burlonamente «Madame Etiqueta»; esta niña, vendida demasiado pronto a la política, quiere tener, inconscientemente, lo único de que está privada en medio del fausto de su posición: algunos años de verdadera infancia.

Pero una princesa heredera no puede ni debe ser ya una niña; todo se une para traer a su recuerdo la obligación de mantener una inconmovible dignidad. Su alta educación compete, junto con la santurrona dama de honor, a las hijas de Luis XV tres solteronas beatas y malignas, de cuya virtud ni aun la peor lengua calumniadora osaría dudar: madame Adelaida, madame Victoria y madame Sofía; esas tres parcas se ocupan, con aparente cariño, de María Antonieta, abandonada por su esposo; en su escondida madriguera es iniciada la princesa en toda la estrategia de las pequeñas guerras de corte: debe aprender a11í el arte de la maledicencia, de la socarrona malicia, de la intriga subterránea, la técnica de los alfilerazos. Al principio, esta nueva enseñanza divierte a la inexperta María Antonieta, e, inocente, repite los bons mots cargados de especias; pero en el fondo tales malevolencias contradicen a su natural sinceridad.


María Antonieta, para su daño, no ha aprendido nunca el disimulo. la ocultación de sus sentimientos de odio o de cariño, y pronto, por su instinto recto, se libera de la tutela de las tías; todo lo apicarado es opuesto a su ingenuo a indomado natural. Igual mala suerte tiene la condesa de Noailles con su discípula; sin cesar, el indisciplinable temperamento de la muchacha de quince o dieciséis años se subleva contra la mesure, contra el empleo del tiempo acompasado y siempre unido a un párrafo de reglamento. Pero nada puede ser cambiado en esto. Ella misma describe así su día:

«Me levanto a las nueve y media o diez, me visto y hago mis oraciones matinales. Después me desayuno y voy a ver a las tías, donde, de ordinario, encuentro al rey. Esto dura hasta las diez y media. En seguida, a las once, voy a que me peinen. Luego llaman a toda mi casa, y todo el mundo puede entrar entonces, salvo las gentes sin calidad ni nombre. Me pongo mi colorete y me lavo las manos delante de todos los reunidos; después se retiran los hombres, quedan las damas y me visto delante de ellas. A las doce se va a la iglesia. Si el rey está en Versalles, voy con él a misa, con mi esposo y las tías. Si está ausente, voy sólo con el señor delfín, pero siempre a la misma hora. Después de misa hacemos la pública comida del mediodía, pero a la una y media está ya terminada, porque los dos comemos muy de prisa. De a11í voy a las habitaciones del señor delfín, y cuando está ocupado, me vuelvo a las mías, donde leo, escribo o trabajo, pues estoy haciendo una chupa para el rey, trabajo que avanza muy lentamente, pero confío en que, con la ayuda de Dios, estará terminado dentro de algunos años. A las tres vuelvo junto a las tías, con las cuales, a esa hora, se encuentra el rey; a las cuatro viene el abate a mi habitación; a las cinco, el maestro de clave o el de canto, hasta las seis de la tarde. A las seis y media vuelvo casi siempre junto a las tías, si no salgo de paseo. Tienes que saber que mi esposo va casi siempre conmigo a las habitaciones de las tías. Se juega de siete a nueve; pero si hace buen tiempo salgo de paseo, y entonces no se juega en mis habitaciones, sino en las de las tías. Cenamos a las nueve, y si no está el rey, las tías cenan con nosotros. Pero si está el rey presente, después de cenar vamos junto a ellas. Esperamos al rey, que, de costumbre, llega a las once menos cuarto. Pero yo, mientras tanto, me echo en un gran canapé y duermo hasta su llegada; pero si no está a11í, vamos a acostamos a las once. Ésta es la distribución de mi día».




En esta distribución de horas no queda mucho tiempo para las diversiones, que es justamente lo que apetece su inquieto corazón. Su sangre, hirviente y juvenil, querría hacer locuras: jugar, reír, alborotar; pero al punto alza su severo dedo «Madame Etiqueta». y advierte que esto y aquello, y en resumidas cuentas todo lo que quiere María Antonieta es inconciliable con su posición de princesa heredera.
«Madame Etiqueta»

Aún le va peor con el abate Vermond, el antiguo maestro y ahora confesor y lector de la delfina. En realidad, María Antonieta tendría aún muchísimo que aprender, pues su instrucción está muy por debajo de la del término medio: a los quince años ha olvidado bastante el alemán y todavía no ha aprendido por completo el francés; su escritura es lamentablemente desmañada; su estilo, lleno de enormidades y faltas de ortografía; necesita aún que el servicial abate le corrija sus cartas. Fuera de eso, debe leerle todos los días durante una hora y obligarla a que lea ella misma, pues María Teresa le pregunta por sus lecturas en casi todas las cartas. No cree exacta la noticia de que Toinerte lea o escriba todas las tardes:

«Trata de amueblarte la cabeza con buenas lecturas -amonéstala la madre-; es para ti más necesario que para cualquier otro. Desde hace dos meses estoy esperando la lista del abate, y temo que no te has ocupado de ello y que los burros y caballos te han quitado el tiempo destinado para los libros. Ahora, en invierno, no abandones esta ocupación, ya que no posees a fondo ninguna otra: ni música, ni dibujo, baile, pintura o cualquier otra arte bella.»


La dama de honor exige de ella el porte de su alcurnia: la, tías, que intrigue: su madre, que se instruya; mas su juvenil corazón no quiere otra cosa sino vivir y ser joven, y en esta contradicción entre la edad y la categoría, entre su propia voluntad y la de los otros, se origina. en este natural aún no evolucionado aunque siempre por completo honrado. aquella irreprimible inquietud y ansia de libertad que más tarde han de determinar, de un modo tan nefasto, el destino de María Antonieta.

María Teresa conoce al detalle esta peligrosa y dañina situación de su hija en la corte extranjera: sabe también que aquella criatura demasiado joven, frívola y ligera, nunca estará en disposición de evitar por su propio instinto todas las trampas de la intriga y las celadas de la política de palacio. Por ello le ha dado como fiel consejero a la mejor persona que posee entre sus diplomáticos, al conde de Mercy.

«Temo mucho -había escrito la emperatriz con asombrosa franqueza a su representante- la excesiva juventud de mi hija, la demasía de lisonjas en torno suyo, su pereza y su falta de gusto por toda actividad seria, y recomiendo a usted. ya que tengo en su persona plena confianza, que vigile para que no vaya a caer en malas manos.»




La emperatriz no hubiera podido hacer mejor elección. Belga de nacimiento, pero totalmente adicto a su soberana: hombre de corte, pero no servil cortesano: sereno de pensamiento, pero no frío: lúcido, aunque no genial, este solterón, rico y sin ambiciones, que no desea otra cosa en la vida sino servir plenamente a su soberana, toma a su cargo este puesto tutelar con todo el tacto imaginable y la más conmovedora fidelidad. En apariencia. el conde de Mercy es el embajador de la emperatriz en la corte de Versalles. pero en realidad no es más que el ojo, el oído y la mano protectora de la madre; gracias a sus minuciosos informes, María Teresa puede observar a su hija desde Schoenbrunn como a través de un telescopio.


La emperatriz sabe cada palabra que pronuncia su hija. cada libro que lee, o más bien que no lee: conoce cada vestido que se pone; llega a su conocimiento cómo emplea o disipa María Antonieta cada uno de sus días, con quién habla, qué faltas comete, pues Mercy. con gran habilidad, ha tendido estrechamente sus redes en torno a su protegida.

«He ganado la confianza de tres personas del servicio personal de la archiduquesa. la hago observar día tras día por Vermond. y sé, por medio de la marquesa de Durfort, hasta la palabra más insignificante que charla con sus tías. Poseo además, otros medios y caminos para conocer lo que pasa en la cámara del rey cuando se encuentra a11í la delfïna. Añado a esto mis propias observaciones, en forma que no hay ni una sola hora del día acerca de la cual no pueda decir, con conocimiento, lo que la delfina ha hecho, dicho a oído. Y extiendo siempre tan allá mis investigaciones por si es necesario para tranquilidad de Vuestra Majestad.»


Cierto que a veces se asombra la inocente María Antonieta de lo rápida y detalladamente que están informados en Schoenbrunn sobre cada particular de su vida, pero jamás llega a sospechar que aquel canoso señor tan amistosamente paternal sea el espía íntimo de su madre y que las cartas exhortadoras, misteriosamente omniscientes, de la emperatriz estén pedidas a inspiradas por el propio Mercy, pues Mercy no tiene otro medio de influir en la indómita muchacha sino acudiendo a la autoridad materna. Como a embajador de una corte extranjera, aunque sea amigo, no le es permitido dar reglas de conducta moral a la heredera del trono, no puede tener la pretensión de educar a la futura reina de Francia o de querer infuir sobre ella. De este modo, cuando quiere alcanzar algún objeto, encarga siempre una de aquellas cartas, cariñosamente several, que María Antonieta recibe y abre con corazón palpitante. No sometida a nadie más sobre la tierra, esta niña frívola experimenta siempre un sagrado temor cuando le habla su madre, aunque sólo sea por escrito, a inclina entonces respetuosamente la cabeza, aun ante la más severa censura.



Gracias a esta vigilancia perenne, María Antonieta, durante los primeros años, está a salvo de los peligros exteriores y de sus demasías intemas. Otro espíritu, otro más fuerte, la grande y perspicaz inteligencia de su madre, piensa en lugar de ella; una resuelta severidad vela sobre su aturdimiento. Y la culpa que la emperatriz ha cometido con relación a María Antonieta, sacrificando demasiado pronto su joven vida a la razón de Estado, trata de redimirla la madre con infinitos desvelos.

Afectuosa, cordial y perezosa para reflexionar, la niña que es María Antonieta no siente en realidad ninguna antipatía hacia toda esta gente que la rodea. Quiere mucho a Luis XV, el abuelo político, que la mima amistosamente; soporta pasablemente a las viejas tías solteronas y a «Madame Etiqueta» ; siente confianza hacia su buen confesor Vermond, y una afección infantil y llena de respeto por el sereno y cordial amigo de su madre, el embajador Mercy. Sin embargo, sin embargo... Todas éstas son personas mayores, todas serias, mesuradas, ceremoniosas, y a ella, la muchacha de quince años, le gustaría amistarse despreocupadamente con alguien; ser alegre y sentir confianza en alguien; querría compañeros de juego y no sólo maestros vigilantes y sermoneadores: su juventud está sedienta de juventud. Pero ¿con quién estar alegre aquí, con quién jugar en esta casa de frío mármol, solemne y cruel? Según la edad, el verdadero compañero de juegos lo tendría realmente a su lado: su propio esposo, sólo un año mayor que ella. Pero regañón, tímido y a menudo grosero por su propia timidez, este lerdo compañero evita toda confianza con su joven esposa; tampoco él ha demostrado jamás el menor deseo de que lo casaran tan pronto, y tiene que pasar bastante tiempo antes de que se decida a ser semicortés con esta muchacha extranjera. De este modo, sólo quedan los hermanos más jóvenes de su marido, los condes de Provenza y Artois; con aquellos mozuelos de catorce y trece años, respectivamente, tiene a veces María Antonieta chanzas infantiles, se prestan disfraces y representan comedias en secreto; pero todo tiene que ser escondido rápidamente, tan pronto como se acerca «Madame Etiqueta»; una delfina no debe ser sorprendida jugando. No obstante, esta indisciplinada niña necesita algo para su diversión, para su cariño; una vez se dirige al embajador pidiendo que le envíen de Viena un perro, un chien Mops; otra vez la severa aya descubre que la sucesora del trono de Francia -¡horror!- ha hecho subir a su habitación a los dos niños pequeños de una sirvienta y, sin cuidarse de su hermoso traje, se arrastra de un lado a otro con ellos por el suelo, en medio de gran alboroto. Desde la primera hasta la última hora lucha en María Antonieta un ser libre y natural contra la artificialidad de aquel ambiente que llega a ser suyo por el matrimonio, contra el preciosista patetismo de aquellas faldas à paniers y aquellos rígidos bustos encorsetados. Esta ligera y juguetona vienesa se ha sentido siempre como extranjera en el solemne palacio de Versalles, el de las mil ventanas.

Fuentes: María Antonieta de Stefan Zweig.


viernes, 13 de julio de 2012

María Antonieta de Austria, reina de Francia (IV) Secreto en el lecho

En aquel lecho no ocurre primeramente nada. El joven esposo escribe a la mañana siguiente en su diario: «Rien» (nada). El matrimonio, en su propio sentido, no ha sido consumado: no lo ha sido hoy, no lo será mañana, ni tampoco en los inmediatos años. La experimentada madre, amonesta a Antoinette para que no tome demasiado a mala parte el desengaño conyugal y recomienda a su hija «caresses, cajolis», ternuras. mimos, pero, por otra parte sin abusar de ello: «Trop d'empressement gâterait le tout».

Pero como esta situación llegara a durar ya un año, dos, la emperatriz comienza a inquietarse acerca de esta «conduite si étrange» del joven esposo. De su buena voluntad no puede dudarse, pues de mes en mes se muestra el delfín más tiernamente sometido a su linda esposa: renueva incesantemente sus visitas nocturnas, sus inútiles tentativas, pero en la última y decisiva terneza lo paraliza algún «maudit charme», algún maldito hechizo. cierto impedimento fatal y misterioso. La ignorante Antoinette piensa que ello consiste sólo en «maladresse et jeunesse», en torpeza y juventud: en su inexperiencia, la pobre niña llega hasta rechazar resueltamente los «malos rumores que circulan aquí. en el país, sobre incapacidad del delfín». Pero la madre interviene de nuevo. Hace llamar al médico de la corte. Van Swieten. y lo consulta sobre la «froideur extraordinaire du Dauphin». El médico se encoge de hombros. Si una muchacha con tales atractivos no logra inflamar al delfín, quedará sin efecto todo procedimiento medicinal. María Teresa escribe a París carta tras carta, finalmente, el propio Luis XV, con gran experiencia y harto ejercitado en estos terrenos, interroga a su nieto; el médico francés de la corte, Lassone, es iniciado en el secreto; reconocen al triste héroe amoroso, y entonces se pone de manifiesto que esta impotencia del delfín no es producida por ninguna causa espiritual, sino por un insignificante defecto orgánico -una fimosis-. «Quién dice que el frenillo sujeta tanto el prepucio, que no cede a la introducción y causa un dolor vivo en él, por el cual se retrae S. M. del impulso que conviene. Quién supone que dicho prepucio está tan cerrado que no puede explayarse para la dilatación de la punta o cabeza de la parte, en virtud de lo cual no llega la erección al punto de elasticidad necesaria.» 

María Antonieta, instruida mientras tanto por amigas experimentadas, hace todo lo posible para inducir a su esposo a que se someta al tratamiento quirúrgico. Pero Luis XVI -el delfín, entre tanto, ha llegado a rey, pero al cabo de cinco años sigue todavía sin ser esposo- no puede decidirse a ningún acto enérgico, conforme a su carácter vacilante. Lo retrasa y titubea, prueba y vuelve a probar, y esta terrible, repugnante y ridícula situación de eternos ensayos y eternos fracasos, para ignominia de María Antonieta, mofa de toda la corte, rabia de María Teresa y humillación de Luis XVI, se prolonga aún durante otros veinticuatro meses; en total, por tanto, siete espantosos años, hasta que, por último, el emperador José se traslada especialmente a París para convencer a su poco valeroso cuñado de la necesidad de la operación. Sólo entonces logra este triste césar del amor pasar felizmente el Rubicón. Pero el dominio psíquico que por fin conquista está ya asolado por siete años de ridículas luchas, por estas dos mil noches en las cuales María Antonieta, como mujer y como esposa, ha sufrido las más extensas humillaciones de su sexo.
Mas ¡si fuese sólo la madre la que conociera aquel secreto fracaso! En realidad. charlan de ello todas las camareras, todas las damas de la corte, los caballeros y los oficiales: los servidores lo saben y las lavanderas del palacio de Versalles: hasta en su propia mesa tiene que soportar el rey alguna broma pesada acerca de ello. Como la capacidad de engendrar de un Borbón, en cuanto a la sucesión del trono, constituye un asunto de alta política, todas las cortes extranjeras se mezclan en el asunto del modo más insistente. En los informes de los embajadores de Prusia, Sajonia. Cerdeña, se encuentran detalladas exposiciones del delicado asunto; el más celoso de todos ellos, el embajador español, el conde de Aranda, hasta llega a hacer examinar las sábanas del lecho real por criados sobornados, para seguir del modo más minucioso la posible pista de todo suceso fisiológico. Por todas partes. en toda Europa, se ríen y bromean príncipes y reyes. por carta y de palabra. acerca de su inhábil colega; no sólo en Versalles, sino en todo París y en Francia entera, la vergüenza conyugal del rey es el secreto de Polichinela. 

Hay muchas cosas en la conducta de María Antonieta que se oponen al gusto personal del esposo. No le gusta la sociedad que la rodea, le enoja el perpetuo torbellino de sus ruidosas diversiones, su disipación, su frivolidad nada regia. Un hombre verdadero habría sabido poner rápido remedio a todo ello. Pero ¿cómo puede un hombre, con una mujer ante la cual todas las noches se cubre de vergüenza y que le conoce como desvalido y ridículo marrador, desempeñar durante el día papeles de amo y señor? Por su incapacidad viril, Luis XVI aparece plenamente indefenso ante su mujer; y cuanto más tiempo dura aquella vergonzosa situación, tanto más lamentablemente cae en plena dependencia, hasta dar en la servidumbre. La esposa puede exigir de él lo que ella quiera siempre lo halla dispuesto a redimir su secreto sentimiento de culpabilidad con una condescendencia sin límites. Para intervenir como señor en la vida de la reina, para impedir sus manifiestas locuras, al esposo le falta fuerza de voluntad, la cual, en último término, no representa sino la expresión espiritual de la potencia corporal. Con desesperación ven los ministros, ve la emperatriz madre, ve toda la corte, cómo por esta trágica flaqueza todo el poder va a caer en manos de una joven aturdida, la cual lo malgasta con la mayor ligereza. Pero una vez establecido en un matrimonio el paralelogramo de las fuerzas, se sabe, por experiencia, que permanece en adelante inconmovible como constelación espiritual. Hasta cuando Luis XVI llegó realmente a ser esposo y padre de familia, aunque debiera ser el dueño de Francia, continuó siempre como siervo de María Antonieta, sin voluntad propia, sólo porque a su debido tiempo no pudo ser su marido. 



Ante todo, los dos hermanos del rey, para los cuales es extraordinariamente grato que este ridículo defecto anatómico y el temor de Luis XVI al cirujano no sólo perturben la normal vida conyugal del regio matrimonio, sino también el orden normal de la sucesión a la corona, pues ven en ello una probabilidad inesperada de llegar ellos mismos a sentarse en el trono. El hermano segundo de Luis XVI, el conde de Provenza, es decir, el que fue más tarde Luis XVIII -y alcanzó su meta sabe Dios por qué tortuosos caminos-, no pudo nunca resignarse a permanecer durante toda su vida como segundón detrás del trono, en lugar de llevar el cetro en su propia mano; la carencia de heredero directo le convertía a él en regente, si no en sucesor del rey, y su impaciencia es apenas dominable; pero como también él es un marido dudoso y no tiene hijos, el tercer hermano, el conde de Artois, saca también ventajas de la incapacidad genital de sus hermanos mayores, pues de este modo sus hijos son legítimos herederos del trono. Así ambos hermanos saborean como un caso afortunado lo que constituye la desgracia de María Antonieta, y cuanto más tiempo dura la espantosa situación, tanto más seguros se sienten en su prematura expectativa. De ahí su odio, ilimitado a indominado, cuando, en el séptimo año de matrimonio, María Antonieta realiza por fin el milagro de la repentina transformación viril de su esposo, con lo cual las relaciones matrimoniales entre el rey y la reina llegan a ser totalmente normales. El conde de Provenza no perdona jamás a María Antonieta este golpe terrible que mata de improviso todas sus esperanzas a intenta obtener torcidamente lo que no le resulta por vía directa: desde que Luis XVI llega a ser padre, sus hermanos y parientes se convierten en sus adversarios más peligrosos. La revolución tiene buenos auxiliares en la corte; manos de príncipe le han abierto las puertas de palacio y le han entregado las mejores armas; este episodio de alcoba ha descompuesto y arruinado la autoridad real desde dentro de la corte de modo más fuerte que todos los sucesos exteriores. Casi siempre es un secreto destino el que regula las cosas visibles y públicas; casi todos los acontecimientos universales son reflejos de intemos conflictos personales. 

Pero ¡qué lejos aún, en lo remoto, se amontonan estos amenazadores nubarrones! ¡Qué alejadas están aún estas consecuencias y esta trabazón de hechos del infantil espíritu de la muchacha de quince años que bromea, sin sospecha alguna, con su camarada inepto! Con alegre y palpitante corazoncito y con sus sonrientes y curiosos ojos claros, cree ascender las gradas de un trono, cuando es un paribulo lo que se alza al término de su vital carrera. Pero aquellos destinados desde su origen a una suerte negra no reciben de los dioses ninguna indicación ni advertencia. Les dejan recorrer su camino, despreocupados y sin presentimientos, y, desde el fondo de su propia persona, su destino crece y avanza a su encuentro.

Fuentes: María Antonieta de Stefan Zweig.
-Algunas imagenes de la película María Antonieta de Sofia Coppola-


jueves, 12 de julio de 2012

María Antonieta de Austria, reina de Francia (III) El gran matrimonio.

La segunda y auténtica celebración del matrimonio tiene lugar el 16 de mayo en Versalles, en la capilla de Luis XIV Tal acto de corte y Estado de la cristianísima Casa Real es un suceso demasiado íntimo y familiar, y al mismo tiempo demasiado augusto y mayestático, para que le sea permitido al pueblo ser espectador del mismo, aunque sólo sea tendiendo sus filas delante de la puerta. Sólo a la sangre más noble -con un árbol genealógico de cien ramas por lo menos- se le autoriza para penetrar en el recinto del templo, donde el centelleante sol de primavera, a través de las vidrieras de colores, hace relucir los bordados brocados, las sedas tornasoladas, el fausto infinitamente dilatado de las familias selectas, último faro del viejo mundo aún por una vez dominante. El arzobispo de Reims actúa en la ceremonia. Bendice las trece monedas de oro y el anillo nupcial; el delfín le pone el anillo a María Antonieta en el dedo anular, le entrega las monedas de oro, y después ambos se arro-dillan para recibir la bendición. Comienza la misa a los acordes del órgano; en el paternóster tienden un dosel de plata sobre las cabezas de la joven pareja; sólo entonces firma el rey el contrato matrimonial, y tras él, en riguroso orden jerárquico, todos los restantes parientes. Es un documento plegado en muchos dobles, enormemente largo; aún hoy se ven en el amarillento pergamino estas cuatro palabras: «Marie Antoinette Josepha Jeanne», rasguñadas trabajosa y torpemente y como a tropezones por la mano infantil de la muchacha de quince años, y, junto a ellas -de nuevo cuchichean todos: mal agüero-, una dilatada mancha de tinta que a ella y sólo a ella entre todos los firmantes se le escapó de la rebelde pluma.


Terminada la ceremonia, le es magnánimamente permitido al pueblo que se regocije en la fiesta de los monarcas. Innumerables masas -medio París queda despoblado- se derraman por los jardines de Versalles. Por la noche, el fuego de artificio, el más soberbio que se haya visto jamás en una corte real. Pero el cielo, por su propia cuenta, prepara también luminarias. Por la tarde se amontonan tenebrosas nubes anunciando desgracias; estalla una tormenta; cae un espantoso aguacero, y el pueblo, privado del espectáculo, se precipita hacia París en rudo tumulto. Detrás de las ventanas de la recién construida salle de spectacle, iluminada por muchos millares de bujías. comienza el gran banquete de bodas, según un ceremonial tradicional que ningún huracán ni ningún temblor de tierra pueden alterar. Seis mil invitados, elegidos entre la nobleza, han luchado con gran afán por obtener tarjetas de invitación, cierto que no para comer con el rey, sino únicamente para poder contemplar respetuosamente, desde la galería. cómo los veintidós miembros de la Casa Real se llevan a la boca cuchillo y tenedor. Los seis mil asistentes contienen el aliento para no perturbar la excelsitud de este gran espectáculo; sólo, delicada y veladamente, una orquesta de ochenta músicos, desde las arcadas de mármol, acompaña con Bus Bones el banquete regio. Después, recibiendo honores de la guardia francesa. toda la famiha real atraviesa por medio de las filas, humildemente inclinadas. de la nobleza: las solemnidades oficiales están terminadas y el regio novio no tiene ahora ningún otro deber que cumplir sino el de cualquier otro marido. Con la delfina a la derecha y el delfín a la izquierda. el rey conduce al dormitorio a la infantil pareja (juntos los dos suman apenas treinta años). Mas aun hasta la cámara real penetra la etiqueta, pues ¿quién otro sino el propio rey de Francia en persona podría entregar al heredero del trono la camisa de dormir, y quién sino la dama de categoría más alta y más recientemente casada, en este caso la duquesa de Chartres, podría dar la suya a la delfina? En cuanto al tálamo mismo fuera de los novios sólo a una persona le es lícito acercarse a él: el arzobispo de Reims. que lo bendice e hisopea con agua bendita.



Por fin abandona la corte aquel recinto íntimo: por primera vez, Luis y María Antonieta se quedan conyugalmente solos. y las cortinas del dosel del lecho se cierran. crujientes. en torno de ellos: telón de brocado de una invisible tragedia.


Fuentes: María Antonieta de Stefan Zweig.