martes, 10 de abril de 2012

María Antonieta de Austria, reina de Francia (II) Camino a Francia.


María Teresa no se hace ninguna ilusión acerca de su hija tardía María Antonieta; sabe las buenas cualidades de su hija más joven -su gran bondad y cordialidad, su puro y alegre buen sentido, su natural humano y sincero-, pero conoce sus peligros: su falta de madurez, su aturdimiento, su ligereza, su inconsecuencia. Para estar más cerca de ella, para formar en el último momento una reina con esta ardiente bestezuela silvestre, hace que María Antonieta duerma en su propia habitación los dos últimos meses antes de su partida; con largas conversaciones, procura prepararla a desempeñar su alto puesto; y para obtener la ayuda del cielo, lleva consigo a la niña a una peregrinación a Mariazell. Pero a medida que está más próxima la hora de la despedida, más intranquila se siente la emperatriz. Un oscuro presentimiento le turba el corazón: el presentimiento de una desgracia futura, y emplea todas sus fuerzas en desechar las tenebrosas potencias. Antes de la partida entrega a María Antonieta su amplio directorio de conducta y exige de la descuidada niña el juramento de que lo leerá cada mes concienzudamente. Aparte la misiva oficial, escribe además una carta particular a Luis XV en la cual la anciana dama conjura al anciano rey para que tenga indulgencia con el infantil aturdimiento de la joven de catorce años. Pero ni aun con eso se acalla su interna intranquilidad. Aún no puede haber llegado a Versalles María Antonieta cuando le repite ya la advertencia de que consulte aquel escrito admonitorio.

«Te recuerdo, mi hija querida, que el 21 de cada mes vuelvas a leer aquella hoja. Te suplico que seas fiel cumplidora de este deseo mío: no temo para ti más que tu negligencia para orar y hacer lecturas, y los descuidos y pereza que vendrán de ello. Lucha contra todo esto... y no olvides a tu madre, la cual, aunque alejada, no cesará, hasta su último aliento, de estar preocupada por ti.»

María Teresa Emperatriz de Austria.


Mientras una cabalgta de nada mas y nada menos trescientos cuarenta caballos se acerca a la frontera, carpinteros y tapiceros martillean en la isla del Rin, entre Kehl y Estrasburgo, construyendo una extraña edificación. En este punto, los grandes maestros de ceremonia de Versalles y Schoenbrunn han obtenido su mayor triunfo; después de infinitas deliberaciones acerca de si la entrega solemne de la novia debe verificarse en territorio aún austríaco o ya en tierra francesa, alguien de entre ellos, muy ladino, encuentra la salomónica solución de que el acto tenga lugar en una de las deshabitadas islitas de arena del Rin entre Francia y Alemania; por tanto, en un país de nadie. Se construye allí, para la entrega solemne, un pabellón especial, de madera; dos antecámaras por el lado de la orilla derecha del Rin, que María Antonieta pisará aún como archiduquesa: dos antecámaras por la orilla izquierda, por las que, después de la ceremonia, saldrá como delfina de Francia; en medio, el gran salón para la solemnidad de la entrega, en la cual la archiduquesa se convertirá definitivamente en la heredera del trono de Francia. Preciosos tapices del palacio arzobispal cubren las paredes de madera construidas a toda
prisa; la Universidad de Estrasburgo presta un baldaquín; la rica burguesía de la ciudad, su mejor mobiliario.


María Antonieta bajando para su encuentro con los Franceses.

La entrada de María Antonieta debe significar la despedida de todos y de todo lo que la liga con la Casa de Austria; también aquí los maestros de ceremonia han imaginado un símbolo especial: no sólo no le es permitido a nadie de su acompañamiento austríaco ir con ella más allá de la invisible línea fronteriza, sino que la etiqueta llega hasta requerir que no conserve su desnudo cuerpo ni una sola hebra de los tejidos de su patria, ni zapatos, ni medias, ni camisa, ni cintas. Desde el momento en que María Antonieta llega a ser delfina de Francia, sólo le es lícito envolverse en telas de procedencia francesa. Es así como la joven de catorce años, en la antecámara austríaca, delante de todo el acompañamiento de su país, tiene que desnudarse por completo; en cueros vivos, brilla durante un momento, en el oscuro recinto, el delicado y apenas florecido cuerpo de la muchacha. Cuando le quitan la ropa la visten con una camisa de seda Francesa, enaguas de paría, medias, encajes, lazos y zapatos del zapatero de la corte. No le es permitido conservar nada de lo que trajo de Austria, ni un anillo, ni una cruz. Ante esta situación María Antonieta se siente insegura y asustada, pero en la otra sala, espera ya el acompañamiento francés, y sería vergonzoso acercarse a este nuevo séquito con húmedos ojos enrojecidos y llena de espanto. El jefe de la comisión austrlaca, el conde de Starhemberg, le tiende la mano para dar el paso decisivo, y, vestida a la francesa, penetra en la sala de la entrega, donde, con gran pompa y suntuosidad, la espera la delegación borbónica. El representante de Luis XV pronuncia un solemne discurso, y se da lectura al protocolo; después da comienzo la gran ceremonia. Está concertada paso a paso, como si se tratase de bailar un minué, y ha sido ensayada y aprendida antes por los que participan en ella. La mesa en medio del recinto representa simbólicamente la frontera. De un lado están los austríacos; del otro, los franceses. Primeramente, el representante austríaco, conde de Starhemberg, deja libre la mano de María Antonieta; en su lugar, se apodera de ella el representante francés, y con paso solemne conduce lentamente a la trémula doncella alrededor de la mesa. Mientras ocurre esto, en minutos bien calculados, se retira lentamente, justamente en el momento en que María Antonieta se halla en medio de su nueva corte francesa, la austríaca ha abandonado ya la sala. En lugar de recibir serena y glacialmente la devota reverencia de su nueva dama de honor, la condesa de Noailles, se arroja, sollozando y como pidiendo auxilio, en sus brazos: bello y conmovedor ademán de abandono que los grandes maestros del ceremonial de uno y otro lado habían olvidado prescindir. Pero el sentimiento no figura en los logaritmos de las reglas de corte. Ya espera fuera la encristalada carroza; ya suenan las campanas de la catedral de Estrasburgo y retumban salvas de artillería; mientras rompen a su alrededor oleadas de aclamaciones, María Antonieta abandona para siempre las dichosas costas de la niñez: comienza su destino de mujer.

Maria Antonieta sube a su carruaje y emprende camino a su encuentro con el rey y su futuro esposo, pero algo increíble pasa, ella quiere ir a misa antes de conocer a su futura familia. Ella va y es recibida por el pórtico de la catedral, el cual le dice:

«Sois para nosotros la viviente imagen de la venerada emperatriz a la que Europa desde hace mucho tiempo admira tanto como la venerará la posteridad. El alma de María Teresa se une ahora con el alma de los Borbones».

Después de la misa María Antonieta se dirige a su encuentro con el rey y su futuro esposo, en el bosque de Compiégne. Cortesanos, damas de la corte, militares, guardias de corps, tambores,trompetas, bandas y charangas, todos con nuevos y resplandecientes trajes, se amontonan en grupos abigarrados; todo el bosque bajo la luz de mayo centellea con estos cambiantes juegos de colores. Luis XV abandona su carroza para recibir a la mujer de su nieto. Pero ya María Antonieta, con su tan admirado andar alado, se precipita hacia él y, con la más graciosa de las reverencias, se arrodilla a los pies del abuelo de su futuro esposo. El rey, experimentando, gracias a su Parc aux Cerfs, en fresca carne de muchacha y altamente sensible a aquella encantadora gracia, se inclina, tierno y satisfecho, hacia la juvenil criatura, alza a la novia de su nieto y la besa en ambas mejillas. Entonces le presenta a su futuro esposo, de cinco pies y diez pulgadas de alto, el cual, rígido, desmañado y aturdido, se mantiene a un lado; ahora, por fin, alza los adormecidos ojos cortos de vista y, sin especial entusiasmo, según ordena la etiqueta, besa ceremoniosamente a su novia en la mejilla.

María Antonieta conociendo a su futuro esposo.

En la carroza, María Antonieta se sienta entre el abuelo y el nieto, entre Luis XV y el futuro Luis XVI. El señor viejo parece representar mejor el papel de novio; charla animadamente y hasta hace un poco la corte a su nueva nieta, mientras el futuro esposo se aburre y se mantiene en un rincón, silencioso.

María Antonieta, en el bosque de Compiègne, no ha encontrado un hombre ni un amante: nada más que un novio por razón de Estado.

Una innumerable muchedumbre espera en Francia ver pasar a la futura reina en su magnifico carruaje, cientos de niñas vestidas de blanco van delante de la carroza arrojando flores; han alzado un arco de triunfo; las puertas de la ciudad están cubiertas de guirnaldas; en la plaza municipal corre vino de las fuentes. La llegada de esta pequeña es como la esperanza del pueblo Francés, que a vivido en desgracia por mucho tiempo. María Antonieta llega a Versalles. El matrimonio oficial se celebrará el 16 de Mayo.

Fuentes: María Antonieta de Stefan Zweig.

lunes, 9 de abril de 2012

María Antonieta de Austria, reina de Francia (I) La infancia de Toinette.



María Antonieta Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, princesa real de Hungría y Bohemia y archiduquesa de Austria, nació el 2 de Noviembre de 1755 en Viena, Austria. Fue la decimoquinta y penúltima hija de la Emperatriz María Teresa y el Emperador Francisco Esteban.

De ella se encargan las ayas, gobernantas de la familia real: Madame de Brandeiss y la severa Madame de Lerchenfeld, bajo la estricta supervisión de la Emperatriz. Pasa su infancia entre los palacios de Hofburg y Schönbrunn, en Viena.


Durante siglos, Habsburgos y Borbones han peleado por el predominio en Europa, en docenas de campos de batalla, alemanes, italianos, flamencos; por fin, unos y otros están cansados. En el último momento, los antiguos rivales reconocen que sus insaciables celos sólo han servido para abrir camino a otras casas reinantes. Choiseul, en la corte de Luis XV; Kaunitz, como consejero de María Teresa, forjan una alianza, proponen que ambas dinastías, la de los Habsburgos y la de los Borbones, se enlacen por la sangre. Primeramente, los ministros pensaron en casar con una princesa de Habsburgo a Luis XV, a pesar de su situación de abuelo y sus costumbres más que dudosas; pero el rey cristianísimo huía prestamente del lecho de la Pompadour al de otra favorita, la Du Barry. Tampoco el emperador José, viudo por segunda vez, mostraba ninguna inclinación a dejarse aparear con una de las tres resequidas hijas de Luis XV. Por tanto, sólo quedaba como posible enlace el tercero y más natural: desposar al delfín adolescente, nieto de Luis XV y futuro heredero de la Corona de Francia, con una hija de María Teresa. En 1766, la princesa María Antonieta, entonces de once años, podía ya ser objeto de un proyecto serio; literalmente, el embajador de Austria le escribe el 24 de mayo a la emperatriz:

«El rey se ha manifestado en tales términos, que Vuestra Majestad ya puede considerar el proyecto como asegurado y resuelto».

María teresa hace que se den a conocer en París las cualidades y gracias de la pequeña archiduquesa Austriaca, la Emperatriz abruma a los embajadores con regalos con fines de ganarse su favor y conseguir una petición de mano definitiva. Maria Teresa actúa mas como una Emperatriz que como una madre, piensa mas en el poder de su casa que en la felicidad de su hija, no se detiene tampoco ante la advertidora comunicación de su embajador, en la que le dice:

«La naturaleza ha negado al delfín todos sus dones: es muy limitado de inteligencia, altamente rudo y privado de sensibilidad».

Pero, ¿para que necesita ser feliz una pequeña archiduquesa, con tal de que llegue a ser reina de uno de los reinos mas poderosos de Europa?

Durante tres años Luis XV deja que se le envíen relatos de la pequeña princesa Austriaca, declarándose en principio favorable al plan matrimonial. Pero no pronuncia la decisiva demanda de matrimonio; no se compromete.


La inocente prenda de este importante asunto de Estado, la Toinette, de once años al principio y, fnalmente de trece, desarrollada, graciosa. esbelta a innegablemente bonita, juega y alborota, entre tanto, en medio de sus hermanas, hermanos y amigas, con todo el ardor de su temperamento, por los salones y jardines de Schoenbrunn; se ocupa poco de estudios, libros a instrucción. Con su natural amabilidad y alegría. Sabe manejar a las ayas y abates que intentan educarla, que puede escabullirse en todas las horas de clase. María Teresa nota con horror, quien con todas sus ocupaciones no pudo ocuparse de sus hijos, que a los trece años, la futura reina de Francia no sabe escribir correctamente en alemán ni francés, ni posee los más elementales conocimientos de historia y cultura, con la ejecución músical no va mucho mejor, aunque nada mas y nada menos quien le da lecciones de piano es Gluck. La juguetona y peresoza Toinette debe ser convertida en una fina dama instruida. Ante todo es importante para una futura reina de Francia que sepa bailar decorosamente y hable francés con buen acento; para este objeto, María Teresa contrata urgentemente al gran maestro de danza Noverre y a dos comediantes de una compañía francesa que trabaja en Viena: el uno para la pronunciación y el otro para el canto. Pero apenas el embajador francés comunica esto a la corte de los Borbones, cuando llega de Versalles una enojada advertencia:

«Una futura reina de Francia no puede ser educada por una patulea de cómicos.»

Apresuradamente se entablan nuevas negociaciones diplomáticas. pues Versalles considera ya como asunto propio la educación de la propuesta novia del delfín, y al cabo de largas discusiones por recomendación del obispo de Orleans, es enviado a Viena como preceptor cierto abate Vermond; de su mano poseemos los primeros informes auténticos sobre la archiduquesa de trece años. La encuentra encantadora y simpática:

«Junto con un semblante delicioso. posee todas las innegables gracias en su ligura. y si crece algo, como es lícito esperar. tendrá todos los encantos que se pueden desear en tan alta princesa. Su carácter y su corazón son excelentes».

De un modo significativamente más reservado, se manifiesta, no obstante, el buen abate sobre los conocimientos reales y el afán de aprender de su discípula. Juguetona, distraída, retozona, traviesa, la pequeña María Antonieta, a pesar de su gran facilidad de comprensión, no muestra jamás la menor inclinación a ocuparse de ningún asunto en serio:

«Tiene más inteligencia de la que se sospechó en ella durante largo tiempo, pero, por desgracia, esta inteligencia, hasta los doce años, no ha sido acostumbrada a ninguna concentración. Un poco de dejadez y mucha ligereza me han hecho aún más difícil el darle lecciones. Comencé durante seis semanas por los fundamentos de las bellas letras; comprendía bien, juzgaba rectamente, pero no podía llevarla a que profundizara en las materias, aunque sentía yo que tenía capacidad para ello. De este modo comprendí finalmente que sólo sería posible educarla distrayéndola al mismo tiempo.»


Maria Antonieta es bonita y tiene un carácter agradable, finalmente, en 1769, es enviada por Luis XV a Maria Teresa la tan esperada misiva, en la cual, el rey solicita formalmente la mano de la joven Archiduquesa para su nieto, Luis Augusto duque de Berry. El matrimonio se celebraría la pascua del año siguiente. Maria Teresa acepta feliz, le parece asegurada desde ahora la paz del imperio y, con ella la de Europa.


Es anunciado rápidamente a todas las cortes que Habsburgos y Borbones, de enemigos de convierten a aliados por la sangre. Se dispone de un año entero para preparar en magnifico matrimonio. Día y noche, en Versalles y en Schoenbrunn, los sagrados guardianes de usos y costumbres reflexionan hasta que les humea la cabeza; día y noche negocian los embajadores acerca de cada invitación; correos rápidos galopan como el viento de uno a otro país, con proposiciones y contraproposiciones; porque considérese qué inconcebible catástrofe (peor que siete guerras) podría producirse en esta sublime ocasión si fuese violada la vanidad de precedencia de una de las altas Casas reinantes. En innumerables deliberaciones, a la derecha y a la izquierda del Rin, se discuten y se analizan espinosas cuestiones doctorales parecidas a ésta: ¿qué nombre debe ser mencionado en primer lugar en el contrato de matrimonio, el de la emperatriz de Austria o el del rey de Francia? ¿Quién debe firmar primero? ¿Qué regalos deben ser cambiados? ¿Qué dote debe ser estipulada? ¿Quién acompañará a la novia? ¿Quién tiene que recibirla? ¿Cuántos caballeros, damas de honor, militares, guardias de a caballo, primeras y segundas camareras, peluqueros, confesores, médicos, escribientes, secretarios de corte y lavanderas deben figurar en el cortejo nupcial que acompaña hasta la frontera a una archiduquesa austríaca, y cuántos deben ir después en el cortejo de una heredera del trono de Francia desde la frontera hasta Versalles?

Por una y otra parte, aunque tanto Francia como Austria tengan apremiante necesidad de economías, se despliega para la boda la más extraordinaria pompa y esplendor. Los Habsburgos no quieren quedar por debajo de los Borbones, y los Borbones no quieren quedar por debajo de los Habsburgos. El palacio de la Embajada francesa en Viena resulta demasiado pequeño para mil quinientos invitados; centenares de trabajadores erigen a toda prisa edificaciones accesorias; al propio tiempo, en Versalles se dispone para las fiestas de la boda una sala especial de teatro. Para los proveedores de corte, para los sastres, joyeros, constructores de carrozas, llegan, en uno y otro sitio, muy dichosos tiempos. Sólo para ir en busca de la princesa encarga Luis XV al proveedor de la corte. Francien, de París, dos coches de viaje de una magnificencia nunca vista hasta entonces: de maderas finas y lunas centelleantes, el interior tapizado de terciopelo. por fuera adornados profusamente con pinturas, remate de coronas en to más alto de su cubierta, y, a pesar de este esplendor, admirablemente ligeros y que rueden con el más leve impulso. Para el delfín y la corte real se confeccionan nuevos trajes de gala, bordados con preciosa pedrería; el gran Pitt, el más soberbio diamante de aquel tiempo, adorna el sombrero de bodas de Luis XVI, y con igual lujo prepara María Teresa el equipo de su hija: encajes tejidos especialmente en Malinas, los más delicados lienzos, sedas y joyería. Por último, llega a Viena el embajador Durfort. encargado de solicitar a la novia; espectáculo magnífico para los vieneses, apasionados de los callejeros placeres de la vista: cuarenta y ocho carrozas de seis caballos, entre ellas dos maravillosamente encristaladas, ruedan lenta y solemnemente por las calles ornadas de guirnaldas que conducen a la Hofburg; sólo las nuevas libreas de los ciento diecisiete guardias de corps y lacayos que acompañan al representante del novio han costado ciento siete mil ducados, y la totalidad del cortejo, no menos de trescientos cincuenta mil. Desde esta hora, las fiestas suceden a las fiestas: petición oficial de mano; renuncia solemne de María Antonieta, ante el Evangelio, un crucifijo y cirios encendidos, a sus derechos austríacos: felicitaciones de la corte, de la universidad; desfile del ejército, théâtre paré, recepción y baile en el Belvédère para tres mil personas; nueva recepción y souper para mil quinientos huéspedes en el palacio de Liechtenstein, y, finalmente, el 19 de abril. el matrimonio per procurationem en la iglesia de San Agustín, en el que el archiduque Fernando representó al delfín. Después, todavía una delicada cena de familia, y el 21 despedida solemne, postreros abrazos. Por medio de una respetuosa doble fila de soldados. en la carroza del monarca francés, la antes archiduquesa de Austria. María Antonieta, sale al encuentro de su destino.


Fuentes: María Antonieta de Stefan Zweig