viernes, 13 de julio de 2012

María Antonieta de Austria, reina de Francia (IV) Secreto en el lecho

En aquel lecho no ocurre primeramente nada. El joven esposo escribe a la mañana siguiente en su diario: «Rien» (nada). El matrimonio, en su propio sentido, no ha sido consumado: no lo ha sido hoy, no lo será mañana, ni tampoco en los inmediatos años. La experimentada madre, amonesta a Antoinette para que no tome demasiado a mala parte el desengaño conyugal y recomienda a su hija «caresses, cajolis», ternuras. mimos, pero, por otra parte sin abusar de ello: «Trop d'empressement gâterait le tout».

Pero como esta situación llegara a durar ya un año, dos, la emperatriz comienza a inquietarse acerca de esta «conduite si étrange» del joven esposo. De su buena voluntad no puede dudarse, pues de mes en mes se muestra el delfín más tiernamente sometido a su linda esposa: renueva incesantemente sus visitas nocturnas, sus inútiles tentativas, pero en la última y decisiva terneza lo paraliza algún «maudit charme», algún maldito hechizo. cierto impedimento fatal y misterioso. La ignorante Antoinette piensa que ello consiste sólo en «maladresse et jeunesse», en torpeza y juventud: en su inexperiencia, la pobre niña llega hasta rechazar resueltamente los «malos rumores que circulan aquí. en el país, sobre incapacidad del delfín». Pero la madre interviene de nuevo. Hace llamar al médico de la corte. Van Swieten. y lo consulta sobre la «froideur extraordinaire du Dauphin». El médico se encoge de hombros. Si una muchacha con tales atractivos no logra inflamar al delfín, quedará sin efecto todo procedimiento medicinal. María Teresa escribe a París carta tras carta, finalmente, el propio Luis XV, con gran experiencia y harto ejercitado en estos terrenos, interroga a su nieto; el médico francés de la corte, Lassone, es iniciado en el secreto; reconocen al triste héroe amoroso, y entonces se pone de manifiesto que esta impotencia del delfín no es producida por ninguna causa espiritual, sino por un insignificante defecto orgánico -una fimosis-. «Quién dice que el frenillo sujeta tanto el prepucio, que no cede a la introducción y causa un dolor vivo en él, por el cual se retrae S. M. del impulso que conviene. Quién supone que dicho prepucio está tan cerrado que no puede explayarse para la dilatación de la punta o cabeza de la parte, en virtud de lo cual no llega la erección al punto de elasticidad necesaria.» 

María Antonieta, instruida mientras tanto por amigas experimentadas, hace todo lo posible para inducir a su esposo a que se someta al tratamiento quirúrgico. Pero Luis XVI -el delfín, entre tanto, ha llegado a rey, pero al cabo de cinco años sigue todavía sin ser esposo- no puede decidirse a ningún acto enérgico, conforme a su carácter vacilante. Lo retrasa y titubea, prueba y vuelve a probar, y esta terrible, repugnante y ridícula situación de eternos ensayos y eternos fracasos, para ignominia de María Antonieta, mofa de toda la corte, rabia de María Teresa y humillación de Luis XVI, se prolonga aún durante otros veinticuatro meses; en total, por tanto, siete espantosos años, hasta que, por último, el emperador José se traslada especialmente a París para convencer a su poco valeroso cuñado de la necesidad de la operación. Sólo entonces logra este triste césar del amor pasar felizmente el Rubicón. Pero el dominio psíquico que por fin conquista está ya asolado por siete años de ridículas luchas, por estas dos mil noches en las cuales María Antonieta, como mujer y como esposa, ha sufrido las más extensas humillaciones de su sexo.
Mas ¡si fuese sólo la madre la que conociera aquel secreto fracaso! En realidad. charlan de ello todas las camareras, todas las damas de la corte, los caballeros y los oficiales: los servidores lo saben y las lavanderas del palacio de Versalles: hasta en su propia mesa tiene que soportar el rey alguna broma pesada acerca de ello. Como la capacidad de engendrar de un Borbón, en cuanto a la sucesión del trono, constituye un asunto de alta política, todas las cortes extranjeras se mezclan en el asunto del modo más insistente. En los informes de los embajadores de Prusia, Sajonia. Cerdeña, se encuentran detalladas exposiciones del delicado asunto; el más celoso de todos ellos, el embajador español, el conde de Aranda, hasta llega a hacer examinar las sábanas del lecho real por criados sobornados, para seguir del modo más minucioso la posible pista de todo suceso fisiológico. Por todas partes. en toda Europa, se ríen y bromean príncipes y reyes. por carta y de palabra. acerca de su inhábil colega; no sólo en Versalles, sino en todo París y en Francia entera, la vergüenza conyugal del rey es el secreto de Polichinela. 

Hay muchas cosas en la conducta de María Antonieta que se oponen al gusto personal del esposo. No le gusta la sociedad que la rodea, le enoja el perpetuo torbellino de sus ruidosas diversiones, su disipación, su frivolidad nada regia. Un hombre verdadero habría sabido poner rápido remedio a todo ello. Pero ¿cómo puede un hombre, con una mujer ante la cual todas las noches se cubre de vergüenza y que le conoce como desvalido y ridículo marrador, desempeñar durante el día papeles de amo y señor? Por su incapacidad viril, Luis XVI aparece plenamente indefenso ante su mujer; y cuanto más tiempo dura aquella vergonzosa situación, tanto más lamentablemente cae en plena dependencia, hasta dar en la servidumbre. La esposa puede exigir de él lo que ella quiera siempre lo halla dispuesto a redimir su secreto sentimiento de culpabilidad con una condescendencia sin límites. Para intervenir como señor en la vida de la reina, para impedir sus manifiestas locuras, al esposo le falta fuerza de voluntad, la cual, en último término, no representa sino la expresión espiritual de la potencia corporal. Con desesperación ven los ministros, ve la emperatriz madre, ve toda la corte, cómo por esta trágica flaqueza todo el poder va a caer en manos de una joven aturdida, la cual lo malgasta con la mayor ligereza. Pero una vez establecido en un matrimonio el paralelogramo de las fuerzas, se sabe, por experiencia, que permanece en adelante inconmovible como constelación espiritual. Hasta cuando Luis XVI llegó realmente a ser esposo y padre de familia, aunque debiera ser el dueño de Francia, continuó siempre como siervo de María Antonieta, sin voluntad propia, sólo porque a su debido tiempo no pudo ser su marido. 



Ante todo, los dos hermanos del rey, para los cuales es extraordinariamente grato que este ridículo defecto anatómico y el temor de Luis XVI al cirujano no sólo perturben la normal vida conyugal del regio matrimonio, sino también el orden normal de la sucesión a la corona, pues ven en ello una probabilidad inesperada de llegar ellos mismos a sentarse en el trono. El hermano segundo de Luis XVI, el conde de Provenza, es decir, el que fue más tarde Luis XVIII -y alcanzó su meta sabe Dios por qué tortuosos caminos-, no pudo nunca resignarse a permanecer durante toda su vida como segundón detrás del trono, en lugar de llevar el cetro en su propia mano; la carencia de heredero directo le convertía a él en regente, si no en sucesor del rey, y su impaciencia es apenas dominable; pero como también él es un marido dudoso y no tiene hijos, el tercer hermano, el conde de Artois, saca también ventajas de la incapacidad genital de sus hermanos mayores, pues de este modo sus hijos son legítimos herederos del trono. Así ambos hermanos saborean como un caso afortunado lo que constituye la desgracia de María Antonieta, y cuanto más tiempo dura la espantosa situación, tanto más seguros se sienten en su prematura expectativa. De ahí su odio, ilimitado a indominado, cuando, en el séptimo año de matrimonio, María Antonieta realiza por fin el milagro de la repentina transformación viril de su esposo, con lo cual las relaciones matrimoniales entre el rey y la reina llegan a ser totalmente normales. El conde de Provenza no perdona jamás a María Antonieta este golpe terrible que mata de improviso todas sus esperanzas a intenta obtener torcidamente lo que no le resulta por vía directa: desde que Luis XVI llega a ser padre, sus hermanos y parientes se convierten en sus adversarios más peligrosos. La revolución tiene buenos auxiliares en la corte; manos de príncipe le han abierto las puertas de palacio y le han entregado las mejores armas; este episodio de alcoba ha descompuesto y arruinado la autoridad real desde dentro de la corte de modo más fuerte que todos los sucesos exteriores. Casi siempre es un secreto destino el que regula las cosas visibles y públicas; casi todos los acontecimientos universales son reflejos de intemos conflictos personales. 

Pero ¡qué lejos aún, en lo remoto, se amontonan estos amenazadores nubarrones! ¡Qué alejadas están aún estas consecuencias y esta trabazón de hechos del infantil espíritu de la muchacha de quince años que bromea, sin sospecha alguna, con su camarada inepto! Con alegre y palpitante corazoncito y con sus sonrientes y curiosos ojos claros, cree ascender las gradas de un trono, cuando es un paribulo lo que se alza al término de su vital carrera. Pero aquellos destinados desde su origen a una suerte negra no reciben de los dioses ninguna indicación ni advertencia. Les dejan recorrer su camino, despreocupados y sin presentimientos, y, desde el fondo de su propia persona, su destino crece y avanza a su encuentro.

Fuentes: María Antonieta de Stefan Zweig.
-Algunas imagenes de la película María Antonieta de Sofia Coppola-


No hay comentarios:

Publicar un comentario